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Alma Delia Murillo

05/07/2014 - 12:02 am

Locura

Si un hombre persistiera en su locura, se volvería sabio. William Blake   Al llegar a esa altura de la calle bajaba la velocidad del auto y volvía la cabeza para mirarlo.

Alberto Alcocer beco Bcocom
Alberto Alcocer beco B3cocom

Si un hombre persistiera en su locura, se volvería sabio.

William Blake

 

Al llegar a esa altura de la calle bajaba la velocidad del auto y volvía la cabeza para mirarlo.

Y ahí estaba él: irresistible, majestuoso, envuelto en un montón de trapos que de alguna manera lograba colocar sobre su cuerpo como si llevara una túnica griega o romana, siempre con algún artilugio sobre la cabeza que portaba a modo de corona o de turbante hecho con ramas, flores de buganvilia y jirones de tela.

Flaco hasta lo indecible, con el pelo largo negrísimo y la piel sucia, los pies forrados con tela y sobre la tela bolsas de plástico.

Algunas veces permanecía trepado en el monumento, quieto, como ave en reposo o como halcón vigilante mirándonos pasar. Pero otras veces bajaba de sus aposentos y con un cetro que lo mismo podía ser una varita que un periódico enrollado lanzaba órdenes o bendiciones a diestra y siniestra y hacía reverencias delante de algunos autos.

Entonces el corazón me martillaba en el pecho y me ponía nerviosa, rápidamente desviaba la mirada y pisaba el acelerador para salir de su alcance.

Y es que me daba pánico hacer contacto visual con él. Pánico. Sus ojos eran como dos obsidianas brillantes, como dos ventanas de fuego, impresionantes de verdad.

No era la única, todos huíamos o fingíamos mirar hacia otro lado pretendiendo ignorarlo.

Lo había olvidado por completo pero hoy pasé por el cruce de Homero y Alfredo de Musset donde está el monumento a un prócer ecuatoriano (Don Joseph Vicente Rocafuerte y Rodríguez de Bejarano, ande usted) en Polanco, ese barrio al que deberíamos postular no como patrimonio de la humanidad pero sí de la locura. Esa jungla de asfalto con su infaltable calle rota en obra o en reconstrucción, con su jauría de autos fieros que escoltan autos de valores insospechados; con sus judíos ortodoxos, disidentes o heterodoxos y sus mexicanos clasemedieros ortodoxos, disidentes y heteroflexibles; con sus semáforos descompuestos, sus restaurantes inconfundibles, sus tiendas marca premium y su creciente proliferación de castillos de cristal que se levantan como si de un truco de magia se tratara una mañana sí y otra también bajo el sello inconfundible de la casa real Slim.

Si hay un lugar para practicar la sobrevivencia urbana ése es el barrio de Polanco, quienes lo transitan regularmente sabrán a lo que me refiero.

Pues en medio de esa pasarela citadina, de esa selva metálica  y de ese caos frenético, aquel loco tenía un súper poder envidiable: el de la abstracción. Su burbuja era suya, su capullo era un pequeño mundo dentro de otro cubierto con una frágil membrana que nadie podía tocar.

Y era tan hermoso como perturbador contemplarlo.

Algo se incomodaba en el interior al verlo infinitamente más tranquilo y feliz que cualquiera de los cuerdos productivos al volante que avanzábamos hacia nuestras oficinas con el deber ser como Misión y Visión metido hasta el fondo del ADN.

La locura me ha provocado una especial fascinación desde que era niña.

En el pueblo de mi abuela vivía una mujer mayor a la que todos llamaban Caritina la Loca -en mi ortografía infantil su nombres se escribía con C y no con K– Caritina era delgada y pequeñita, iba  siempre muy maquillada, con su boquita pintada de rojo brillante, los párpados resaltados con sombras azules y las pestañas recubiertas de rímel de tal manera que casi parecía que llevaba un escarabajo encima de cada ojo. Vestía un traje verde y calcetas altas subidas hasta la rodilla. Del brazo le colgaba un inseparable bolso en el que llevaba un montón de cosas y su andar era rápido, con apariencia de estar muy atareada, como si tuviera algo muy importante que hacer y el tiempo se le viniera encima.

Pero cuando mis primas, mi hermana y yo que por entonces tendríamos entre siete y diez años nos atravesábamos en su camino, se paraba y nos sonreía. Nos miraba la cara con detenimiento y una a una nos acomodaba bajo el auspicio de alguna virgen; a mí siempre me tocaba la virgen de la Macarena y me explicaba que debía ser así por el color moreno de mi piel, ¡olé!; a mi hermana le decía que era la virgen de Fátima por su cara tan finita y creo que nunca condecoró a nadie con el honor de llevar el madrinazgo de la virgen de Guadalupe. Sería por algo.

Una mañana la encontraron muerta en su casa, creo. ¿O lo invento? En el pueblo se decían muchas cosas, que si te metías a su casa encontrarías víboras y hasta un cocodrilo, que sus paredes ya no eran paredes sino pura vegetación salvaje, que vivía dentro de un pequeño manglar. Pero allá, en el pueblo, nadie le tenía miedo y la trataban más bien con cierta condescendencia, hasta con cariño.

¿Qué hace una sociedad con la locura?, ¿con la enfermedad mental?, ¿cuál es el rol arquetípico de los locos en una comunidad y por qué la relación con ellos es tan distinta en las grandes urbes exultantes de progreso que en los pequeños pueblos donde todo resulta familiar?

Me intriga nuestra necesidad de esconder a los “locos”, de no verlos, la facilidad con la que asociamos estas dos palabras: “loco peligroso”.

A lo largo de la mitología y la literatura la figura del Loco ha tenido una función vital; en las obras de Shakespeare, por ejemplo, el Loco es nada menos que el alter ego del Rey y tiene derecho a aparecer y desaparecer a su antojo. El Loco se caracteriza por su insolencia, por decir exactamente lo que piensa y lo que ve sin atender a formas de respeto alguno. El Loco es también una variante de la conciencia y es por ello que es insensato, sabio, intuitivo y aterrador.

El loco, el bufón, el arlequín, el niño, el creativo, el risueño, el iniciado, el que se sale de la normalidad parece tener un destino cruel en una sociedad que rinde culto a lo normal y que tolera poco lo que no puede explicarse bien o categorizar por completo.

Una mañana el emperador de Homero y Alfredo de Musset ya no estaba ahí, un par de días antes lo había visto recostado y envuelto en sus cobijas, sacando la mano cada tanto para señalar algo mientras hablaba pero evidentemente débil, enfermo.

He sentido que me desintegro algunas veces en mi vida. El preciso momento en el que piensas “me voy a volver loca”.

Sé que alguna vez, al menos por un breve instante, todos hemos pasado por ahí; hemos acariciado con terror la sensación de volvernos locos de dolor ante la pérdida o locos de ira y, en el mejor de los casos, locos de amor. Locos de algo que nos rebasa, que es inmenso y potente, tan arrollador que la cordura parece no ser un dique suficientemente sólido para contenernos, para explicarnos, para llenarnos la cabeza de razones que nos calmen.

¡¿Pero cómo?!, ¿que usted no se ha sentido así nunca? No me queda más que desearle, de todo corazón, que no se muera sin sentirlo, porque como decía Bukowski: alguna gente no enloquece nunca, qué vida verdaderamente horrible deben tener.

@AlmaDeliaMC

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